El tiempo, ¿es una ilusión o existe realmente? ¿Cómo habría que describirlo?
El tiempo, para empezar, es un asunto psicológico; es
una sensación de duración. Uno come, y al cabo de un rato vuelve a
tener hambre. Es de día, y al cabo de un rato se hace de noche.
La cuestión de qué es esta sensación de duración, de
qué es lo que hace que uno sea consciente de que algo ocurre «al
cabo de un rato», forma parte del problema del mecanismo de la mente
en general, problema que aún no está resuelto.
Tarde o temprano, todos nos damos cuenta de que esa
sensación de duración varía con las circunstancias. Una jornada de
trabajo parece mucho más larga que un día con la persona amada; y
una hora en una conferencia aburrida, mucho más larga que una hora
con los naipes. Lo cual podría significar que lo que llamamos un
«día» o una «hora» es más largo unas veces que otras. Pero
cuidado con la trampa. Un período que a uno le parece corto quizá
se le antoje largo a otro, y ni desmesuradamente corto ni largo a un
tercero.
Para que este sentido de la duración resulte útil a un
grupo de gente es preciso encontrar un método para medir su longitud
que sea universal y no personal. Si un grupo acuerda reunirse «dentro
de seis semanas exactamente», sería absurdo dejar que cada cual se
presentara en el lugar de la cita cuando, en algún rincón de su
interior, sienta que han pasado , seis semanas. Mejor será que se
pongan todos de acuerdo en contar cuarenta y dos períodos de
luz-oscuridad y presentarse entonces, sin hacer caso de lo que diga
el sentido de la duración.
En el momento que elegimos un fenómeno físico objetivo
como medio para sustituir el sentido innato de la duración por un
sistema de contar, tenemos algo a lo que podemos llamar «tiempo».
En ese sentido, no debemos intentar definir el tiempo como esto o
aquello, sino sólo como un sistema de medida.
Las primeras medidas del tiempo estaban basadas en
fenómenos astronómicos periódicos: la repetición del mediodía
(el Sol en la posición más alta) marcaba el día; la repetición de
la Luna nueva marcaba el mes; la repetición del equinoccio vernal
(el Sol de mediodía sobre el ecuador después de la estación fría)
marcaba el año. Dividiendo el día en unidades iguales obtenemos las
horas, los minutos y los segundos.
Estas unidades menores de tiempo no
podían medirse con exactitud sin utilizar un movimiento periódico
más rápido que la repetición del mediodía. El uso de la
oscilación regular de un péndulo o de un diapasón introdujo en el
siglo xvii
los modernos relojes. Fue entonces cuando la medida del tiempo empezó
a adquirir una precisión aceptable. Hoy día se utilizan las
vibraciones de los átomos para una precisión aún mayor.
Pero ¿quién nos asegura que estos fenómenos
periódicos son realmente «regulares»? ¿No serán tan poco de fiar
como nuestro sentido de la duración?
Puede que sí, pero es que hay varios
métodos independientes de medir el tiempo y los podemos comparar
entre sí. Si alguno o varios de ellos son completamente irregulares,
dicha comparación lo pondrá de manifiesto. Y aunque todos
ellos sean irregulares, es sumamente improbable que lo sean de la
misma forma. Si, por el contrario, todos los métodos de medir el
tiempo coinciden con gran aproximación, como
de hecho ocurre, la
única conclusión que cabe es que los distintos fenómenos
periódicos que usamos son todos ellos esencialmente regulares.
(Aunque no perfectamente regulares. La longitud del día, por
ejemplo, varía ligeramente.)
Las medidas físicas miden el «tiempo físico». Hay
organismos, entre ellos. el hombre, que tienen métodos de engranarse
en fenómenos periódicos (como despertarse y dormirse) aun sin
referencia a cambios exteriores (como el día y la noche). Pero este
«tiempo biológico» no es, ni con mucho tan regular como el tiempo
físico.
Y también está, claro es, el sentido de duración o
«tiempo psicológico». Aun teniendo un reloj delante de las
narices, una jornada de trabajo sigue pareciéndonos más larga que
un día con la persona amada.
 
 
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